Autora: Rosa María Álvarez Suárez
Ganadora del I Concurso de Cuentos Navideños “Ramiro Boto”
La nieve me llegaba a los tobillos y según avanzaba, los bajos de mis pantalones empezaban a estar cada vez más húmedos. Todo alrededor era de un blanco inmaculado, la luz del sol intensa bañaba las colinas con un resplandor que me cegaba los ojos. Pero no podía dejar de avanzar, necesitaba llegar a algún lugar seguro antes que cayera la noche.
Después de algún tiempo ascendiendo montaña arriba, mis piernas pesaban tanto como leños mojados y empezaba a sentir más fríos y rígidos mis pies, cada vez más y más hundidos en la nieve. Maldije mil veces la hora en que decidí partir del refugio y empecé a dudar que pudiera llegar a tiempo a alguna parte. En la mochila apenas me quedaban reservas de agua y no había tenido la precaución de llenarla con víveres suficientes. Nunca imaginé que lo que empezó como una pequeña caminata acabara en una larga travesía. Necesitaba descansar y relajar las rodillas aunque solo fuera unos instantes, pero me daba tanto miedo que al parar mi cuerpo se entumeciera impidiéndome continuar, que seguí avanzando. Y empezaron a rondar por mi cabeza imágenes y escenas del cine sobre senderistas perdidos en la nieve, sepultados bajo aludes que nunca consiguieron ser rescatados a tiempo.
Yo solo quería dar un paseo, alejarme del tumulto que se había desplazado a celebrar la Navidad en las pistas. Aislarme de todas esas falsas expectativas de preservar una tradición ancestral, reuniendo a la familia en torno a una mesa. Y allí, estaba yo, haciendo mi deseo realidad. Más alejado del mundo de lo que hubiera imaginado nunca. Y completamente solo.
Mientras seguía perdido en mis pensamientos, una racha de viento empezó a soplar y pronto se convirtió en una ventisca rabiosa. Bolas de granizo me golpeaban el cuerpo como si un elfo furioso me estuviera lanzando canicas de plomo.
Maldita sea, era imposible avanzar luchando contra los elementos. Tenía que buscar resguardo, si al menos pudiera llegar hasta la zona arbolada que se veía a lo lejos… al menos, debía intentarlo. Hundí los bastones con fuerza e hice un último esfuerzo. Estaba agotado, quería gritar pero la voz no me salía del pecho. Caminé unos metros, y vi que poco a poco cada vez tenía más cerca el bosque que me podía servir de cobijo. Cada vez me resultaba más difícil pensar con claridad ¿Cuánto tiempo más podría resistir si no conseguía llegar?
El viento bufaba con una fuerza inusual. De repente, una de esas ráfagas me arrancó el gorro y se lo llevo en volandas. Ya nada podía hacer por recuperarlo, y me limité a observar cómo dibujaba piruetas en el cielo, mientras pensaba que ese gorro de lana era el símbolo de mi esperanza, que se acababa. Mientras estaba observando absorto, un golpe seco me asestó una bofetada. El aire había arrancado de cuajo una rama y la había lanzado con fuerza golpeándome la espalda. Afortunadamente, la ropa de abrigo hizo que fuera un golpe leve, pero el susto me hizo recordar, cuando de pequeño vivíamos en Austria. En diciembre, el día antes que Santa Claus lleva los regalos de los niños a sus casas, es una costumbre arraigada asistir al Festival de Krampus, un desfile en torno a la figura de un demonio con cuernos y cuerpo de cabra, que castiga a los niños que se han portado mal durante el año, azotándolos con una vara de abedul. Ahora me sentía como uno de esos niños, recibiendo castigo por huir de los encuentros navideños.
La luz del ocaso empezaba a asomar y yo seguía perdido en medio de aquella desolada inmensidad. Cuando el sol se escondió, una estrella fugaz se coló entre los árboles. La veía brillar parpadeando entre la hojarasca.
Pero no, eso no era posible. La luz de una estrella no podía estar situada tan baja. Y parecía relativamente cerca de donde me encontraba. Hice un último esfuerzo acercándome a los arbustos. Quizá se tratara de un espejismo de mi mente cansada.
Allá no muy lejos brillaba una luz, sin duda. Mientras caminaba torpemente en la dirección que marcaba, alimentaba mi esperanza, rogando que mi pesadilla acabara.
Entonces, vi otra luz más grande y brillante aún, y otras que la rodeaban, y bajo ellas algo que parecía un tejado y una casa. A duras penas, conseguí llegar a un sendero que conducía a la entrada. Se podían divisar las sombras a través de la ventana.
En ese momento, la puerta se abrió y del interior salieron dos hombres. Quería llamarles, pedir ayuda, pero estaba tan extenuado que era incapaz de articular palabra. Supongo que la oscuridad del exterior les impedía verme. Se despidieron entre abrazos y cada uno de ellos se subió a un furgón y en unos segundos ya estaban lejos.
Me arrastré, literalmente, hasta la puerta; era pesada y no podía empujarla. Más a la derecha, había una bancada, justo bajo el alféizar de la ventana. A duras penas, me conseguí acercar y elevé mis ojos a través del vidrio. Lo primero que vi fue un mostrador detrás del cual había estantes con botellas de licor variadas. Todo apuntaba a que era un bar. Y entonces, empecé a ver con más claridad, las sombras se convirtieron rápidamente en siluetas humanas que entrechocaban entre sí grandes jarras de cerveza tarareando al ritmo de la música que inundaba el local. En un momento dado, alguien se giró y fue corriendo hacia la puerta.
Cuando recuperé todos mis sentidos de nuevo, estaba sentado dentro, al calor de la chimenea. Rodeado de caras anónimas con sonrisas exultantes celebrando que había recuperado el conocimiento.
– Bienvenido, amigo. Suerte que te vimos. Estabas a punto de perecer de frío ahí fuera.
Acercaron un plato de comida humeante y una jarra de cerveza.
– Con esto, entrarás en calor.
Y desde aquél día, siempre recordaré que el día que me perdí, encontré el sentido de la Navidad.