
Autora: Isabel Boto Álvarez
Primera finalista del I Concurso de Cuentos Navideños “Ramiro Boto”
ɪ
En busca de la Navidad perdida. Así rezaba el cartel (letras doradas sobre fondo rojo) como otros muchos que había visto a la entrada de los pequeños comercios de la localidad. Al parecer, formaban parte de una campaña para incentivar las compras locales pero, en el estado de confusión en el que se encontraba, no dejaba de preguntarse qué significaba aquello de la “Navidad perdida”. ¿Cuándo se había perdido la Navidad?
A medida que se adentraba en las calles sinuosas que le llevaban al centro, crecía su profunda melancolía y extrañeza; en la zona más comercial y, generalmente, concurrida, la profusión de luces del alumbrado navideño, ya encendido a aquella hora de la tarde, contrastaba con el silencio casi absoluto y el vacío inquietante de las calles… Apenas un coche de vez en cuando o algún solitario transeúnte embozado. Cansado de su errático caminar, mirando escaparates sin saber lo que buscaba, decidió entrar en un bar; necesitaba un café bien caliente y, la sola idea de la aromática taza humeante ante un periódico desplegado sobre una mesa en cualquier rincón confortable o, incluso, la conversación con algún afable camarero, al que podría interrogar acerca del extraño y casi fantasmagórico aspecto del lugar, le arrancó una sonrisa… pero un nuevo descubrimiento dio al traste con sus expectativas: todos los bares estaban cerrados.
Una pareja se había parado ante un escaparate y se dirigió hacia ellos con la intención de preguntarles por qué no había ningún bar abierto; pero, antes de que pudiera abrir la boca, dieron un paso atrás y, después de lanzarle una mirada llena de acritud, se alejaron rápidamente. A su creciente perplejidad se sumó, en ese momento, una punzada de miedo: los gorros, calados hasta las cejas, y sendas mascarillas negras bajo las gruesas bufandas, dejaban al descubierto la hostilidad de su mirada. Buscó su propia imagen en el reflejo del cristal, temiendo descubrir alguna insospechada lacra que pudiera mover a los demás a mirarle con rechazo y, entre cajas decoradas, lazos pomposos, planchas, ollas inteligentes y la más variopinta mezcla de pequeños electrodomésticos que se exhibían en aparente pero estudiado desorden, llamó su atención el sugerente rótulo: «Si buscas la Navidad, aquí la encontrarás». Aceptando la implícita invitación, abrió la puerta. En la pared del fondo se exponían los televisores y, en unas enormes pantallas, se emitía en aquel momento un boletín de noticias:
“Volverá a reunirse el consejo para debatir las distintas estrategias propuestas para salvar la Navidad”.
¿De qué o de quién había que salvar la Navidad? ¿Acaso alguien la había secuestrado? Un robot de esbelta silueta -tronco broncíneo sobre dos piernas color azabache, cabeza ovalada de color indefinido, cubierta con un gorro rojo y blanco- dejó cuidadosamente sobre el mostrador las cajas que sujetaba y se dirigió a él con voz casi humana:
-El señor ha olvidado su mascarilla.-
Y, sacando un tapabocas negro de una caja, se lo ofreció con un amable por favor.
-¿Qué desea? -preguntó el dueño de la tienda.
-¿Qué le parece nuestro nuevo robot, capaz de realizar cualquier tarea como el mejor empleado doméstico? Naturalmente, podría usted pagarlo en cómodos plazos anuales.
Y, con el dedo índice, trazó una imaginaria línea en el aire, al tiempo que deletreaba: a – n – u – a – l – e – s.
Con una caja envuelta en papel rojo, con estrellas doradas, se preguntó si realmente deseaba comprar una olla programable pero, al contemplar el vistoso envoltorio con estrellas refulgentes, tuvo la impresión de que, cuando soltase de nuevo el enorme lazo, saldrían de la caja todos los dones de la Navidad, expandiendo por el mundo sus bendiciones, en contraposición a todos los males escapados de la Caja de Pandora.
ɪɪ
24 horas de búsqueda infructuosa. Dado el estado de siniestro total del coche, parecía poco probable que el conductor hubiera salido ileso o, al menos, lo suficientemente “entero” como para haberse alejado por su propio pie, así que se barajaba cualquier hipótesis. Pero el profundo estado de depresión en que lo había sumido el reciente fallecimiento de su único hijo hacía pensar en un intento de suicidio que, no habiendo sido consumado en el accidente, podría dar lugar a una huida para intentarlo por otros medios. La familia comentaba con los coordinadores la urgente necesidad de ampliar e intensificar la búsqueda cuando el jefe de policía recibió la noticia: se había encontrado a un hombre de mediana edad con una caja en las manos y signos de hipotermia. Sufría amnesia y no llevaba documentos.
ɪɪɪ
Años después, Héctor, celebrando la Nochebuena con su única nieta y la madre de ésta, habría de rememorar, sin amargura, aquel episodio de su vida en el que había sentido que el mundo y su propia existencia se resquebrajaban, bajo sus pies, como una placa de hielo sobre un lago, que se va agrietando a cada paso.
“Cuando Pandora logró cerrar la caja, ya se habían escapado todos los males, pero la esperanza, que estaba encerrada con ellos, permanecía allí, y la guardó para siempre. El recuerdo de aquellas horas sigue siendo confuso, pero me veo a mí mismo, aterido de frío, sentado en el portal de una casa desconocida, con una caja cuyo contenido ya no recordaba, contemplando los motivos navideños del papel de regalo. No sabía que, en aquel momento, estaba naciendo la persona a la que más quiero en el mundo.”
La madre de su nieta, sonriendo, encendería las velas sobre la tarta de cumpleaños.